El Libro de Horas: cuna del sujeto moderno

José Luis Trullo.- El elemento esencial de un Libro de Horas, como se sabe, es su absoluta privacidad. Esto, desde la perspectiva de una época radical y hasta fanáticamente individualista, puede parecer muy poca cosa. No lo es. Por el contrario, supone una auténtica revolución, sobre cuyo alcance dudo que se haya incidido lo suficiente. Entremos en materia.

La religión cristiana posee una doble vocación: por una parte, invita al creyente a participar en la gran asamblea (ecclesia) de Dios, integrándose en un cuerpo unitario y supeditado, en cuanto destino colectivo, a la trascendencia; por otra, sin embargo, le pone ante el espejo de su propia responsabilidad individual, pues la suerte que ha de correr su alma por toda la eternidad depende de sus elecciones, de sus obras y de su fe. El difícil equilibrio entre ambos platillos de la balanza (el colectivo y el personal) marca las disputas teológicas del propio cristianismo prácticamente desde sus orígenes y hasta nuestros días, y también crea una tensión en el seno del propio sujeto, quien ha de dirimirla a cada momento en un escenario que, sin abusar, podríamos calificar de desgarro.

Bien. Desde sus albores y hasta finales de la Edad Media, la generación, la transmisión y la custodia de los textos sagrados corrían a cargo de la autoridad eclesiástica; sólo los miembros de una selecta casta privilegiada, los clérigos (ya fueran sacerdotes o monjes), podían acceder a ellos, de modo que los fieles debían confiar en y confiarse a sus dictámenes para "escuchar", de sus propios labios, la palabra de Dios. La misa era el momento en el cual la comunidad de los creyentes compartía con los clérigos algo a lo que, por lo común, les estaba vedado acceder (en primer lugar, por haber sido plasmado en latín, lengua que muy pocos laicos dominaban), con todo lo que ello supone de inferioridad de la sociedad civil respecto a la eclesiástica.

Esta relación de supeditación absoluta es lo que trasmuta el género de los Libros de Horas. Ya la mera posibilidad de poseer un volumen confeccionado exclusivamente a su medida, en el cual figurasen sus oraciones favoritas, los sufragios a aquellos santos por los que sentía predilección, o incluso en el cual podía hacerse retratar en presencia -¡nada menos!- de la mismísima Virgen María y el Niño Jesús (como ocurre en el f. 257 del libro de horas de la duquesa de Bedford, en el f. 97 de las Pequeñas Horas del duque de Berry o en el f. 90v del libro de horas de Catalina de Aviñón), o de Jesucristo resucitado (en el de Carlos VIII), debió parecerle a un individuo de finales de la Edad Media un auténtico giro copernicano. ¿Podemos imaginarlo? Lo dudo mucho.


Carlos VIII presentado ante Jesucristo por María Magdalena,
miniatura de Jean Poyet perteneciente al libro de horas
con la signatura MS M. 250 de la Pierpont Morgan Library de Nueva York


En pleno siglo XXI, todo lo que nos llega lo hace a través de canales que dominamos de manera personal y directa: libros, televisores, móviles, tabletas... Si algo no nos gusta, lo dejamos de lado; si nos molesta, lo cambiamos: somos nosotros, los individuos, quienes imprimimos nuestro sello a cuanta información tenemos acceso. En la Edad Media, la situación era exactamente la contraria. El sujeto dependía de una instancia externa para tener el mínimo contacto con los textos sagrados; tan solo contaba con su memoria para retenerlos, y poco más. Con los Libros de Horas, esta sumisión se acaba. Los laicos dejan de depender, de manera absoluta y casi totalitaria, de la autoridad eclesiástica para disfrutar de fragmentos de los Evangelios (los cuales, no lo olvidemos, no serán traducidos a una lengua vernácula de manera sistemática hasta el siglo XVI), del Salterio, del Breviario y todos aquellos textos que, hasta entonces, sólo habían alcanzado a escuchar pronunciados en bocas ajenas.

Bien es cierto que la gran mayoría de los escritos que incluyen los Libros de Horas -con la salvedad, no casual, de numerosos ejemplares flamencos y alemanes- seguían estando redactados en latín; sin embargo, era posible para su propietario utilizarlo como soporte mnemonéctico eficaz para su meditación privada, del mismo modo que hoy en día no son pocos los que entonan canciones en inglés sin conocer apenas dicho idioma.

¿Cabe insistir en la mutación radical que supone, para la conciencia personal de un hombre o una mujer de finales de la Edad Media, la posibilidad de disponer de un libro absolutamente único, totalmente privado, acerca de una temática tan decisiva para ellos como la religiosa? ¿Cómo iba a influir en su forma de relacionarse con la divinidad, a la cual puede, no sólo "leer", sino incluso "ver" corporeizada entre sus manos? No me cabe duda de que una experiencia de este calado se encuentra en el origen de la transformación mental y social que iba a desembocar, a no poco tardar, en los primeros atisbos de una conciencia moderna, independiente y soberana en su relación respecto a la humano y lo divino. Los Libros de Horas, sí, son la cuna del sujeto moderno: allí donde el espíritu medieval abandona su prosternación ante la autoridad institucional y reivindica su libertad y su responsabilidad personal ante Dios.