Aspectos sociales de los Libros de Horas


José Luis Trullo.- ¿Qué significaban para sus propietarios los libros de horas, y cómo los usaban? Gracias a los testimonios escritos y a las obras de arte, podemos hacernos una idea. Joan Evand describió el libro de horas como una forma de plegaria que tuvo su origen en las capillas de los castillos. Aunque esta definición quizás exagera la importancia de la nobleza en el nacimiento de este género bibliográfico, lo cierto es que el propósito fundamental de proporcionar de un devocionario personal a los laicos (desde reyes hasta duques, pasando por burgueses enriquecidos y sus esposas). Toda la población alfabetizada y pudiente, e incluso aquellos que no sabían leer, aspiraban a poseer uno. Al contemplar los ejemplos más suntuosos que han pasado a la historia tendemos a olvidar los miles y miles de ejemplares más humildes, confeccionados para un uso diario, que sólo por azar se han podido conservar, y que sirvieron para democratizar el acceso a los textos sagrados en una época en la que la Biblia estaba reservada a los clérigos y los monjes. Los libros de horas constituyen un vehículo entre la cristiandad más intelectual y refinada y la devoción popular, más primitiva y emotiva; sería un error contemplarlos como una mera colección de estampas piadosas, o ceñirse tan sólo a sus obras capitales.



Se ha dicho en ocasiones que los libros de horas reflejan tanto la piedad como la vanidad y opulencia de sus propietarios. Hay algo de cierto en ello, aunque deberíamos evitar juzgar, con la perspectiva de más de quinientos años, la mentalidad y sensibilidad de los hombres y mujeres cuyos manuscritos tenemos ahora en nuestras manos: la relación entre un alma y Dios es uno de los misterios más privados. En la Edad Media, la piedad era un importante modo de expresión personal, obligatorio para los religiosos ordenados y asumido libremente por la inmensa mayoría de los laicos. Por ello, a menudo resultaba difícil mantener la religiosidad al abrigo del lujo y otras pulsiones humanas. No fue hasta mucho después, con el Puritanismo, cuando se empezó a poner en cuestión la sinceridad de cierta ostentación relacionada con ella; por ello no existen libros de horas cuáqueros.

Mención aparte merecen los libros de horas encargados por el Duque de Berry. Se trataba de un coleccionista compulsivo de las más refinadas obras de joyería, orfebrería y manuscritos iluminados, hasta el punto de que los que le pertenecieron se han convertido en paradigma casi absoluto de un género que, por el contrario, resulta mucho más variado y multiforme de lo que se pueda pensar, llegando a hacernos creer que sólo los ricos tenían un libro de horas.




Lógicamente, las circunstancias y el temperamento eran los que determinaban qué uso le daba a un libro de horas su propietario, si bien las alusiones que a este respecto nos brindan los cronistas medievales son demasiado precisas como para pasarlas por alto. Resulta fácil despreciar como un ejemplo de banal coquetería la presunción de que un gran hombre dijera diariamente sus Horas, recitase las Vigilias de los Difuntos antes de acostarse y sacase tiempo para oír dos o tres misas cada jornada. Algunas anécdotas, sin embargo, nos invitan a replantearnos este prejuicio. Así, en las fuentes históricas se nos cuenta que el viejo Arturo III, Duque de Bretaña, el martillo de Inglaterra, recitaba sus Horas de rodillas el día en que murió (al igual que Isabel I, rechazó hacerlo en la cama). La frívola Reina Isabel de Baviera, esposa de Carlos VI, poseía varios libros de horas que leía por la noche, lo cual queda atestiguado en las anotaciones contables de palacio referidas al nutrido gasto que hacía en velas, palmatorias y lámparas de marfil. Felipe el Bueno de Borgoña estaba leyendo un libro de horas en la capilla de su palacio en Bruselas, después de la misa, cuando se desencadenó la colosal bronca con su hijo Carlos descrita en la Crónica de Monstrelet. Enrique VI de Inglaterra recitaba el Pequeño Oficio todos los días, como podía esperarse de un candidato a la santidad que quizás habría sido canonizado de no ser por la mezquindad de Enrique VII. Margarita Beaufort, Condesa de Richmond, madre de este último, comenzaba sus devociones a las cinco de la mañana leyendo los Maitines con una de sus damas. Al informar de este hábito a su gobierno, el embajador de Venecia observó que "los ingleses que sabían leer, tomaban el Oficio de Nuestra Señora y lo recitaban en voz baja, siendo acompañados por el resto como si estuvieran en un convento". Catalina de Aragón, primera esposa de Enrique VIII, recitaba este Oficio diariamente de rodillas. Sir Tomás Moro recitaba los Maitines, los siete Salmos penitenciales, la Letanía y, con frecuencia, los Salmos graduales. Un visitante de Esher Place, uno de los domicilios del cardenal Wolsey, halló a Thomas Cromwell apoyado en una ventana mientras leía sus Horas.



Existen numerosas pruebas que atestiguan el uso frecuente de los libros de horas. Las cubiertas de los ejemplares que han sobrevivido están gastadas, el calendario se ha perdido, los bordes de las páginas tienen marcas de pulgar, hay manchas de cera procedente de las velas utilizadas para consultarlos, e incluso en las páginas en blanco y no pocos márgenes se copiaron plegarias adicionales por una mano distinta a la del escriba original. Muchas páginas de las Horas de Felipe el Temerario están negras del uso. El hecho de que no pocos libros de horas hayan sobrevivido en un estado casi inmaculado no implica necesariamente que su dueño sintiese indiferencia por él, sino más bien que poseía varios: un ejemplar para uso cotidiano y otro reservado para ocasiones especiales.

De los testamentos e inventarios que se conservan se deduce que los libros de horas eran vistos como objetos valiosos e importantes, hasta el punto de que sus propietarios dejaban instrucciones muy preciosas sobre el destino que querían darles tras su muerte. Así, en el testamento de Blanca de Navarra, esposa de Felipe VI de Francia, se citan tres libros de horas distintos: legaba el más valioso a su "hijo" (en realidad, su nieto) el Duque de Berry, el segundo a su hermana Juana de Navarra y el tercero a la que sería Reina Juana d'Evreux, la cual como sabemos también encargó uno para sí misma. Por otro lado, el inventario de Margarita de Bretaña, primera esposa del Duque Francisco II, incluye una lista de quince volúmenes que le pertenecían a su muerte, acaecida en 1469, de los cuales cinco eran libros de horas (dos de ellos, Grandes Horas para el uso de París) que, por ciertas alusiones, deducimos que había recibido -al menos, en parte- de sus antepasados. Estas referencias demuestran la tesis de que una única persona podía perfectamente ser propietaria de varios libros de horas, algunos de ellos heredados de sus propios parientes.


(Fragmento de Un altar entre las manos. Los libros de horas (siglos XIV-XVI), de próxima publicación en Libros al Albur)